La resurrección de la carne

14.7.09

Al ir aumentando la temperatura, pequeños huequecitos encharcados se fueron abriendo entre la placa helada. No eran más que la marca de un dedo o la huella de un pequeño pie, pero poco a poco se fueron ensanchando, resquebrajando lo que antes pareciera una roca inalterable. Al cabo de dos semanas, ya eran grandes charcos y afiladas grietas.
Sutiles cambios climáticos estaban favoreciendo la desaparición del bloque helado. Según el hielo se derretía, el agua comenzaba a deslizarse abriendo canales y boquetes y, con ello, erosionando y destruyendo el bloque. Era un proceso imparable que avanzaba en progresión geométrica.

No pasó mucho tiempo sin que las grietas fuesen desfiladeros y los charcos, caudalosos ríos que resquebrajaban todo a su paso. Enormes masas de agua arrastraban a su paso toneladas de materiales arrancados de su quietud milenaria.
Algunos kilómetros más al sur, donde el clima era todavía más cálido, la corriente se detenía y abandonaba allí los enormes fragmentos de hielo y roca. Grandes cantos de piedra desguazados y pulidos por una fuerza irracional y obsesiva se amontonaban juntos, organizando figuras de una belleza apocalíptica. Entre el maremagno, como un transatlántico en el desierto, se alzaba algún enorme iceberg, recuerdo del glaciar ahora ya inexistente.
El cuerpo de la rana, otrora criogenizado a varias decenas de metros de profundidad, se hallaba abandonado entre los restos gigantescos de la piedra demolida. Sus extremidades cubiertas de escarcha fueron calentándose lenta pero ineludiblemente bajo el sol. Y así, con el calor rejuvenecedor, el milagro pudo comenzar a suceder, y el metabolismo prácticamente detenido durante siglos pudo volver a ponerse en funcionamiento. No había daños en los vasos sanguíneos ni en los órganos principales. Maravilla de la selección natural que había impedido la cristalización de las células, evitando su ruptura. Otras ranas como ella estarían, tal vez, despertando lentamente en otros lugares.
Algunas horas más tarde la rana pudo empezar a moverse, primero con torpeza, luego con mayor soltura. Lo que más necesitaba –agua– era fácil de encontrar. Todo era un lodazal entre los cantos gigantescos. La rana se dejó llevar por las cada vez más flojas corrientes hasta llegar a una sucia poza formada entre los restos del deshielo. En sus aguas pudo encontrar algún mínimo resto comestible –su segunda necesidad importante–, pero ninguna compañera. De hecho, ningún vertebrado parecía habitar en aquel lugar devastado.
Allí moró durante varias semanas y, mientras tanto, para empeorar las cosas, la temperatura siguió aumentando. El agua se evaporaba irremediablemente y, al fin, sin más deshielo, el lodazal se fue secando, la tierra resquebrajándose entre las rocas rodadas; y la rana se vio aislada en aquella charca cada vez más reducida. Todo parecía indicar que había vuelto a la vida por un tiempo muy breve.
Demasiado hambriento para aventurarse y aún confuso por la descongelación y el viaje, el batracio siguió nadando en círculos cada vez más pequeños hasta que, finalmente, algunos días más tarde, la charca fue sólo una mancha negruzca en medio de un paisaje desolado y abrasador. Allí yació el animal, listo para el sacrificio sobre un altar de tierra oscura. El sol sería el sumo sacerdote, armado con su lanceta de luz.
Fue una muerte agónica pero deseada. Mas como premio a lo inútil de su sufrimiento, su frágil cuerpo quedó perfectamente impreso en aquel barro seco, convirtiéndose con el paso de los siglos en un bello fósil de anfibio anuro, eslabón entre la rana muscosa y una nueva especie, capaz de sobrevivir durante años enterrada bajo el fango seco, esperando un agua milagrosa que la resucite como diciéndole:
¡levántate y anda!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola.

¿Qué tal la chicha que te llevé tío? Espero que os gustase.

Saludos mesfistofélicos.

FEDERICO OCAÑA dijo...

El relato es muy del estilo de Poe, supongo que la inmersión en Inglaterra marca.